Javier no come solo

Le veo atento como un director de orquesta mira a su elenco. El cuchillo a la derecha con el filo hacia dentro y lo más cerca del posible plato, aunque sin llegar a tocarlo. La cuchara la coloca por fuera, pegados y el tenedor justo al otro lado. A Javier le gusta que todo esté en su sitio. Marisa, la camarera lo sabe y se lo deja todo alborotado. Es una broma entre ellos. Todos los días igual. A las 14:27 se repite la escena su sitio de la larga mesa que él siempre tiene reservado. Le saludan todos los habituales del restaurante del polígono Antonio Machado.

En la mesa del fondo se oyen frases sueltas. No sé qué de las ventas, datos que te inventas, vidas que crees que solucionas cargadas de condiciones sangrientas, egos que alimentas. Gomina, barbita, camisa petada, vaqueros y zapatillas opulentas porque no soy comercial, soy un colega de esos que no tienes y por lo que tanto te lamentas. He llegado para hacerte feliz a cambio de comisiones suculentas. En la mesa 6 mis compañeros de trabajo, hablan de cómo han llegado a ser unos mierdas que juegan a las apariencias, ratas sedientas. Dicen ser dioses jugando a las reventas.

A Javier lo saluda Miguel, el del taller de al lado, siempre le enseña fotos de las motos que ha arreglado. Después del accidente empezaron a hablar y nunca lo han dejado.

A Javier le sonríe María, la dueña y señora de la asesoría. Antes le llevaba las cuentas, ahora le hace reír contando alguna tontería.

A Javier le guiña un ojo Mario, del desguace, le trae muñequitos varios que en su tiempo libre hace. Son más amigos ahora incluso que antes.  

A Javier le grita Sonia, gruista en plena forma. Dice que le va a llevar al gim y que no le vale la excusa que no se pueda mover tan bien ahora.

A Javier le mete prisa su jefe. Pese a que rompe todo y va muy lento, le da el trato que se merece. Siempre es el empleado del mes desde el accidente. 

En mi mesa, las ratas en su festín de historias endiosadas, miran a Javier como el monstruo deforme de un cuento de hadas. El buen bicho raro que tiene que haber para que el bello caballero destaque entre las masas de seres repugnantes necesitadas de historias heroicas de espadas alzadas.

¾ Pues Iba al gim conmigo, me afectó lo de su hostia, de veras, pero si te pasas con la meta, ¿Qué esperas? Le pasa por no saber de la vida, joder que hay que saber frenar o revientas. Sobre todo cuando lo que tienes delante es un camión de 40 toneladas a más de noventa. ¾ Todas las ratas ríen con la ocurrencia de su jefe de ventas. Se venden por comisiones suculentas.

Miran a Javier con desagrado a más no poder, ponen muecas de asco cuando le ven comer. De todo lo que se mete en la boca, la mitad se le suele caer. Grita mucho, es difícil de entender. El que menos venda ese mes, se tiene que sentar un día con él.

Lo miro de atento y no puedo parar de preguntarme, si es en esta mesa, la de las ratas, en la que realmente quiero sentarme. Si soy así como los de aquí o soy asá, como el hombre de allá. Compañeros, perdí, asumo la realidad.

Me levanto y me siento con él. Le pregunto que qué es lo más rico que tienen aquí para comer… y que sea, lo que tenga que ser.

Arroz al Cuñado

—La receta del arroz de los Pérez es un secreto de nueve generaciones. Este arroz es la mejor y más sabrosas de todas nuestras tradiciones. Mis tatarayoquesé las trajeron el secreto de China cuando fueron a trabajar de figurantes para esos cuencos grandes decorados con dragones. Si te fijas bien, las piernas de los hombres siendo comidos tienen la forma de mis dos jamones.

Mira cómo será, que cuando lo cocinaba bajó Puri, de la planta doceava a ver si ese olor era real o es que otra vez soñaba, le dije que no, que estaba hecho con mis dos manitas, la mulinex y con las 3 cosillas de ayer que me sobraban y, por supuesto, el toque mágico de mis ancestros que sé yo que me guiaban. Para ti, Suegra, que eres lo mejor de mi vida y después de repetir te cuento el secreto la receta, porque eres tú mi elegida que continúe con la tradición de mi arroz de poeta

—Qué casualidad cuñado, he traído también un arroz hecho sin tanto amor con mucha humildad y  sumo cuidado. Técnicas innovadoras y los mejores productos del mercado. Muchas horas de preparación, cocción y reposado, ya sabes que para que el arroz coja todo el sabor hace falta su tiempo de macerado. Delante de la cochera, todos los CEOs en sus descapotables paraban deleitados ante el olor que salía de la chimenea grande del tejado. Taponaron la puerta principal, la del servicio y la de invitados. Menudo revuelo se creó cuando se extendió el rumor que el arroz era para los allí congregados. No señores, vuelvan a sus mansiones, el arroz es para la suegra de mis amores. Los Hortaleza-Cayetano-y Olé sabemos complacer a nuestros priores.

—¡Ay que lo siento en grado sumo!. Como somos tan pocos, será mejor comer solo de uno. Mis dos yernos sabrán elegir cuál de los dos arroces nos quita de este ayuno.

—Que no haya lamentos, cuñado. Hagamos de esto oportunidad y no un enfado. Os propongo deleitaros con mi arroz inspirado y dejar el tuyo para otra ocasión que el destino nos tenga planeado, o se lo das a Puri que seguro aprecia de buen agrado y si no lo quiere pues lo tiras por tu rellano que seguro le da un mejor olor a vuestro portal meado.

—Gracias por oferta pero la suegra querrá probar un arroz que no haya sido hecho por tus  sirvientas. Ese toque guineano seguro que le aporta toda la distinción que aparentas y tu robot de cocina hará una salsa de primera pero el chupchup de mi cacerola a fuego lento le da ese punto de hogar, tradición que no lo da esa mierda bio-natur-trans-ecológica que guardas de tu nevera.

—Es normal, siendo duro de mollera, confundir la Termomix con una paellera. Es esa cosa grande, redonda con asas que sirve para hacer arroz de primera. Deleitarnos con tu comida suena a historia, leyenda o quimera.

—Gracias, cuñado, por tus palabras dedicadas. ¿Eso se lo enseñas a las sirvientas que tienes secuestradas? Sé que no es tuyo el arroz porque no tiene gomina como para parar las balas. Ahora o nunca, quizás toque asumir que esa frente llega hasta la nuca. Tranquilo, en Turquía te pueden poner tu arroz de peluca…

—Hijas mías de mi corazón, ya sabéis que ninguno de vuestros maridos fue nunca santo de mi devoción, ¡Con el esfuerzo que he dedicado a educaros, que los hayáis elegido es para mi una sinrazón! Pero he de reconocer que la estrategia que habéis planeado para que podamos estar las tres juntas sin molestias me devuelve la ilusión. Entre que preparan la comida y discuten nos deja tiempo para un buen paseo con su vermú y su baño de sol. Brindo por vosotras y porque sigamos muchos años dejando que discutan por quien hace el peor, más soso y seco arroz.

Percebeira

Frente arrugada, piel escamada, mirada relajada y manos con sabor a sal. Se echa una lágrima de crema para oler a lo que huele el espacio vacío de su cama desde aquel día fatal.  No quiere que se acabe el aroma aunque cada mañana recuerda que eso, algún día, va a pasar.

Cuando esté lejos d’aquí

piensa siempre en mí, mió neña,

y acuérdate del besín

que me diste en la verbena.

Sécate eses lágrimines

con el pañuelu de seda

luego dime adiós con él

y guárdalo hasta que vuelva.

Se mira en el espejo antes de embutirse en su traje. Una sonrisa a sus ojos brillantes y a su corazón vibrante, se pone sus guantes. Empieza el viaje.

Hoy la bajamar es tempranera. Apenas hay luz, pero mucha faena, se ven los racimos de percebes sujetos a las piedras. Saca la cavadoira, es parte de su cuerpo desde el fin de la moratoria. Se acerca a rompiente. Las olas la saludan con su particular oratoria: Lloran, susurran y gritan con rabia notoria.

Al amanecer no está Miguel sobre su barca luchando a muerte con el Mar, es Marisa quien desde muy pequeñita se ha enfrentado a todo aquello para que los ricos del pueblo pudieran ir al chigre a restallar. Un manjar de pobres que también nos han conseguido robar. Lo hace por dinero y porque no podría alejarse de la espuma, de las piedras y de la sal.

Cuando esté lejos d’aquí

piensa siempre en mí, mió neña,

y acuérdate del besín

que me diste en la verbena.

Sécate eses lágrimines

con el pañuelu de seda

luego dime adiós con él

y guárdalo hasta que vuelva.

Seis kilos más tarde, la frente arrugada, la piel escamada y sus manos con sabor a sal le arden. Ha cumplido con el pacto sin que nada le pase. El mar ha sabido respetarla para que no se retrase, tiene que ir insuflar la poca vida que le queda a esa mitad de su corazón que yace acoplado a un respirador en una sala blanca desde no se sabe cuánto hace.

Para él es otro día más tumbado en la cama mirando por la ventana al edificio gris que le que le impiden ver el mar que tanto ama.  No tiene rejas pero se siente en una jaula. Los pitidos de las máquinas son la única conversación que le acompaña.

Hasta que llega ella. Le coge la mano que todavía sabe a sal, le besa su frente arrugada, su piel escamada y devuelve la mirada para que pueda ver en sus ojos las olas su costa añorada. Ella le canta.

Cuando esté lejos d’aquí

piensa siempre en mí, mió neña,

y acuérdate del besín

que me diste en la verbena.

Sécate eses lágrimines

con el pañuelu de seda

luego dime adiós con él

y guárdalo hasta que vuelva.

Él haciendo un esfuerzo le responde cantando. Aunque tan debilitado, siempre hay un resquicio de fuerza para cantar a un ser amado.

Con el besín que me diste

y con el pañuelín de seda

vamos facer dos reliquies

de nuestro amor en la espera.

No llores más, rapacina,

que aunque lejos de esta tierra

tengo yo el besín conmigo

y tú el pañuelín de seda.

En el silencio de las caricias se oyen otros cantos de las habitaciones del hospital. Cada una con su historia, cada una con su versión del amor, respeto y odio hacia el mar. Mañana será otro día más.

Estragón

Don Antonio subía torpe y lentamente los escalones de aquel vetusto edificio de pisos altos, con la mermada agilidad correspondiente a un hombre que ya había olvidado su profesión. Pantalón de pana, chaqueta de punto abotonada, camisa a cuadros y manchas en la frente. En su mano derecha, la bolsa de la compra; en la izquierda, Rufo, una especie de chucho mestizo que de perro viejo no tenía nada salvo la capacidad para parecer un perro viejo cuando él quería y, así, evitar subir las escaleras a pata. Don Antonio lo sabía, pero entre viejos amigos se hacen esas concesiones.

Era miércoles y como cada miércoles al volver de la compra, Don Antonio se quedaba unos momentos en el rellano del segundo, invadido por la curiosidad, oteando a la puerta Derecha con cara de atención, buscando en todas las direcciones del infinito de aquel pequeño lugar la respuesta a una duda que todas las semanas le acechaba al pasar por ese punto a esa hora. Tras unos segundos de rastreo, analizaba mentalmente sus pesquisas y asentía con la cabeza, como haciendo una lista mental que concluía mirando a su perro con cara de “puede ser”, a lo que Rufo respondía inclinando la cabeza con ternura. Parecía que le decía “pobre, crees que lo sabes, pero no”.

Un miércoles de diciembre, al pasar por el rellano del segundo, con la bolsa de la compra en la derecha y su amigo en la izquierda, Don Antonio sintió un vacío seguido de un pesar muy fuerte que le era muy, muy conocido. Miró a Rufo. Éste le entendió perfectamente y apoyó la cabeza contra su brazo con un desalumbrado gesto cómplice. Sí, los dos lo sabían.

El miércoles posterior llegó a la puerta del segundo derecha, seguía el vacío. Ya no le quedaba duda. Dirigió la vista hacia la diminuta ventana situada entre pisos, por donde entraba un rayo de sol y susurró en voz baja «Amor, cuida tú de la de arriba, que de el de abajo me encargo yo». Miró a rufo y le dijo «nos toca hacer algo». Él le devolvió la mirada y le dio un lametón juguetón en la nariz, moviendo la cola con entusiasmo. Don Antonio, que sí era perro viejo, sabía cómo actuar en estos casos.

Al día siguiente, a eso de las doce, pasó por la puerta del vecino y tocó el timbre poniendo rictus de hombre infausto. Cuando le abrió la puerta, le saludó y con voz pesada, ejecutó su plan. «Hola, Don José, Soy Antonio, del cuarto Izquierda. Verá, tengo un problemilla. El miércoles celebro una pequeña comida con el resto de viudos del barrio y nos ha fallado don Julián, el farmacéutico que iba a traer el pescado. Sé por cómo huele su rellano los miércoles, que es usted un gran cocinero y había pensado que quizás no le importaría compartir alguna receta, a ver si soy capaz de seguirla, me temo que soy muy obtuso en la cocina. Por supuesto, está invitado a intentar ingerir mi catástrofe culinaria con nosotros. ¿Qué le parece?»

Se fue de ahí con una cara de susto del vecino de respuesta pero sin un “no” rotundo. Don Antonio se sentía satisfecho. Así fue, el miércoles siguiente, al volver de la compra con la bolsa del súper en su mano derecha y rufo en la izquierda, el rellano del segundo volvió a oler al acostumbrado guiso de pescado y, como siempre, se quedó unos momentos cerca de la puerta del vecino buscando ese olor tan especial y desconocido que siempre asomaba por encima del resto de especias. Sonrió para sí mismo a sabiendas de que hoy, por fin, lo descubriría. Se dejó acariciar por la luz que entraba por la ventana del rellano y siguió subiendo torpe y lentamente las escaleras con rufo lamiéndole la cara con pasión.


Hoy iba de olores. De lo que implica su presencia y, también, su ausencia. De lo que dicen de nosotros y de lo que nos hace sentir.

En sólo seiscientas palabras no da espacio para que una historia se alinee en pista, despegue, viaje y aterrice en una emoción muy lejana. No, seiscientas palabras es viajar con billete local. Por eso me gusta este formato, porque me acerca a la cotidianeidad de los personajes que vemos todos los días, que con cuatro trazadas de pincel quedan dibujados. Los paisajes diarios y las situaciones que parece que pueden suceder al salir de casa o, en este caso, al volver con las bolsas de la compra en una mano y un perro demasiado listo en la otra.

¿Te has fijado qué pasa si un olor desaparece?

En tres palabras

Debería haber llamado. Es la hora. No, no es. Ya va tarde. Mucho de hecho. ¿Si la llamo? No, no llames. Mejor todavía no. Dijo treinta minutos. Ya se pasan. Treinta  y tres. No la llames. Dale su tiempo.

Miro al suelo. Respiro muy hondo. No puedo evitarlo: Cojo el móvil. Pienso qué diré. Ensayo la llamada. Quiero parecer calmado. Vuelvo a respirar. Marco su teléfono. Me da señal. Cuelgo de inmediato. No doy señal. Mejor apago todo. Todo como estaba. Me cree calmado. Porque lo estoy. No lo estoy. Sí lo estoy. No lo estoy. No, para nada.  Estoy muy alterado.

Respiro muy hondo. ¿Cuánto ha pasado? Sólo tres minutos. Respiro por mí. Y por ellas. Ellas me ahogan. Todas mis mierdas. Me aprietan fuerte. Me ahogan fuerte.

-Quiero llamarla ya. –Digo en alto

Déjala su tiempo. Que sea ella. Cuando ella quiera. –Respondo al espejo.

Miro el reloj.  Está como antes. Pongo la tele. Mierda de anuncios. Mierda de programas.

No hay luna.  La calle vacía. Normal, tan tarde.  No puedo dormir. No quiero dormir. Espera a mañana.  Seguro te llama. Ponte el pijama. Hazte algo caliente. No puedo dormir. No quiero dormir.

Miro el reloj. Está como antes. Cojo el teléfono.  Acaricio la pantalla. Pienso en ella. Empiezo a llorar. Dale su tiempo. Trata de dormir. No puedo dormir. No quiero dormir.

Miro el reloj. Es noche cerrada. No hay luna. ¿Será un presagio? Afuera, solo oscuridad. Dentro, pues también. No hay ruidos. Noche sin vida. Cuerpo sin vida. Resuenan las manecillas. Son segundos eternos.

-Ponte una peli. De esas míticas. Odio el Netflix. ¿Cómo se buscaba? Ahí debe ser. Sí, esa es. Aprieto el “Play.” Maravillosa Ingrid Bergman. Desconecto un poco. ¿Quiero ver otra? No, no quiero.

¿Qué hora es? Miro el móvil. Afuera todo negro. Dentro todo vacío. Ella sigue ausente.

¿Habrá algo abierto? Tan tarde, imposible. Necesito un café.  Necesito aire puro. Necesito que llame. Necesito sentirme ausente. Sólo esta noche.

Me brotan lágrimas. No hay ruidos.  No hay luces. No hay oxígeno.  No hay nada. No hay nada. No hay nada. Miro el reloj. Está como antes.

Cierro los ojos. Me pesa todo. Todo se esfuma.

Oigo un ruido. Me despierto sobresaltado. ¡¿Qué está pasando?! Suena el teléfono. ¡Es su teléfono!

Empieza a hablar. Parece muy alegre. Explosiva de felicidad. Exploto a llorar.

-No te esperaba.

Digo muy serio.

-No te creo.

Dice ella jocosa.

Los dos reímos.

Hay un silencio.

Me parece eterno.

-Todo fue perfecto. Ya eres abuelo.

-¿Ya soy abuelo? ¿Tú estás bien? ¿Ella está bien?

-¡Sí a todo!

Los dos lloramos.

Me quedo callado. La oigo reírse. Nos escuchamos respirar. Respirar de felicidad. Respirar de tranquilidad. No puedo hablar. También me río. Y también lloro. Yo qué sé. Somos tres llorando: Ya soy abuelo.

Voy soltando presión. Me deshincho lentamente. No tengo huesos. Soy solo aire. Soy solo felicidad.

-Necesitaba tu llamada. Salgo ahora mismo. Te veo pronto. Sólo siete horas.

-No son na. -Dice ella risueña.

-No son na. -Digo yo convencido.


Intenso eh!! ¿te has fijado? Este texto está escrito totalmente en frases de tres palabras. Ninguna frase es mayor y ésto induce al lector mucho dramatismo, intensidad y estrés ya que en oraciones tan cortas no se pueden añadir adjetivos, adverbios ni elementos que puedan ralentizar o pausar el ritmo de lectura. Cada frase es una descarga de un desfibrilador que te induce una corriente eléctrica al corazón.

La cueva del monstruo

Una casa normal. Que se adapta a la norma, a los cánones, a lo esperado de ella. Dos habitaciones, un salón, un cuarto de baño en el que se combinan cosas de un señor que ni se cuida, ni se descuida y las de un bebé bien tratado. Los pañales y toallitas se entremezclan con lociones de afeitado y colonias. No hay nada típicamente femenino. El aire huele a Hugo Boss y a Nenuco original. Uno de esos botes enormes que había cuando éramos pequeños.

El salón tiene una parte dedicada a un despacho, como de alguien que trabaja desde casa pero sin apartar la mirada del ordenador. Quizás periodista o escritor de algo porque hay muchos periódicos viejos acumulados unos encima de otros. El color del papel va de abajo a arriba desde el amarillo herrumbroso de los más viejos al blanco grisáceo de los más actuales en la parte superior. Tres bolis desperdigados por la mesa, papeles, el mando a distancia sobre el sofá junto con un babi recién usado y dos biberones, uno a medio tomar todavía calentito. Se ve que el bebé hoy no tenía hambre y le costó comer, porque también había un plato con un bocata con un pequeño mordisco dado, como si el padre no hubiera podido almorzar.

En el suelo, al lado del sofá, se sitúa una cuna con ruedas muy vieja, la criatura ha debido heredarla, así como los juguetes que han hecho felices a muchos bebés anteriormente (a juzgar por la pérdida de color y elementos reparados).

El suelo está limpio, aunque se notan las huellas de las ruedas de la cuna que van hasta la habitación principal. Hombre de pocos recursos, moverá la cuna al lugar donde se encuentre: durmiendo en el cuarto o trabajando en el salón.

La habitación principal es de alguien que duerme solo. La cama está hecha pero se nota cierta asimetría. Las sábanas ligeramente onduladas en un lado, frente a lo tersas del otro. Sobre la mesita una foto algo antigua en las que un hombre joven está sonriendo abrazado a una mujer que sostiene un bebé con ojos muy verdes que se muestra muy feliz. La ropa en los cajones está doblada y cada prenda en su sitio, pero sin llegar a ser obsesivo el orden. Es más,  ayer no acertó con los calzoncillos en el cubo de la ropa sucia.

La habitación contigua es la del bebé. Poco colorido en los muebles desgastados pero mucho amor de padre. Una extensísima colección de chupetes queda protegida en una vitrina así como fotos del hombre con su hijo. Algunas son antiguas y parece que el hombre tuviera diez años menos que ahora, quizás ahora ha envejecido por la pena porque el bebé está igual de tamaño. Eso sí, en las fotos siempre sostiene al bebé con la misma mantita mullida y en la misma posición y siempre aparece en sitios muy fríos que hacen que en ninguna foto, salvo la primera, se le vea la carita al bebé.

Nada raro señor agente. Una casa normal, y un caballero normal… Nada raro, salvo, quizás, que todo está etiquetado y que debajo de la cama tenía una colección de cajas dobladas con listas de objetos. Aunque bueno, si por el trabajo cambia mucho de casa, normal que tenga agilizado el proceso de mudarse.

Me dijo que no hacía falta, incluso se enfadó mucho cuando quise ir, pero yo si puedo ayudar a mi inquilino y arreglarle las cortinas del salón, lo hago. ¡Menuda grata sorpresa se va a llevar cuando sepa que entré en su casa cuando él no estaba!

Cualquier cosa ya sabe dónde encontrarme, siempre ayudaré a la policía en lo que ésta me necesite.

Gotas de clorofila

Su marido le esperaba abajo, entreteniendo como podía a los niños cuyos gordísimos abrigos les hacían tener forma de croqueta. De vez en cuando, disimulando la preocupación, miraba al interior de esa ventana de madera del altillo.

Ella estaba dentro.

Dentro buscaba algo. No le importaba que entrara frío  por la ventana, ni que la falta de luz le hiciera forzar la vista. Las noches de luna llena son proclives a los misterios pero son benévolas con los ojos. Tampoco le importó que hubiera arañas de esas horribles colgando de alguna de las muchas redes sedosas que achaflanaban las esquinas y que se zarandeaban por el aire que entraba. Incluso parecía que se le iba la alergia al polvo. Respiraba por la nariz.

Respiraba por la nariz oliendo cada uno de los rincones del húmedo e inhóspito desván buscando ese “algo” que le llevara al puerto de donde partían sus recuerdos. Que eran suyos. Los que le había tocado vivir, los que le habían tocado el alma y que ahora tocaba con el dedo, arrastrando el polvo acumulado.

Polvo acumulado que cubría un pasado que recordaba de manera matemática. Es curioso cómo la “X» a resolver en la ecuación de la vida cambia de cifra según cambia la edad en la que la te enfrentas al enigma. Aquella incógnita que tanto le abrumaba y acomplejaba por no ser un número racional, ahora la veía con nostalgia y cariño. Qué difícil es ser diferente pero qué bonito también. Tantos años luchando por no poder comprender qué le pasaba por la cabeza a su madre y ahora, delante de sus recuerdos, su cruz (o su X) tiene como resultado una cifra elevadísima de nostalgia. La vida son matemáticas, se repetía. Siempre se le dio bien racionalizar la realidad para evitar dejarse llevar por las emociones que tanto asociaba a la fragilidad de su madre. Algunos adolescentes luchan a ser lo opuesto a sus padres.

«Lo opuesto a mis padres sería tirar todas aquellas cajas de trastos inútiles», pensaba mientras cogía aleatoriamente uno de los artículos. Un botecillo de gotas de clorofila de la planta de la juventud, cuya raíz esconde el secreto de la longevidad de los habitantes de Tierra del Aire en la lejana Amazonía. Se reía con cierto sarcasmo y pena de sí misma. «La fórmula química de este compuesto que parece que no os funcionó». Lo abrió para olerlo. Olía raro: a vida y a libertad. Inmediatamente lo dejó en su sitio.

Inmediatamente dejó en su sitio también su propia racionalidad.  Miró por la ventana y vio a aquellos niños que casi no se podían mover por la cantidad ingente de ropas de abrigo «Parecen croquetas» pensó. Afloró un recuerdo: Ella, a su edad, jugaba desnuda a hacer ángeles en la nieve en invierno. ¿De qué los protegía con tanto anorak y guantes? ¿De ser como era ella?

No, de ser como era ella se protegía a sí misma, así que se desnudó en ese desván, salió corriendo de ahí, fue con sus hijos y se tiró sobre la nieve a hacer ángeles. Su marido y sus hijos, sorprendidos y encantados, también se desnudaron y los cuatro jugaron y rieron como nunca.

Al día siguiente se enfrentó a ella misma. Protegida por sus ganas de vivir quitó las telarañas, el polvo y puso bombillas nuevas al desván, para llenar de luz todos sus recuerdos y, así, poder compartirlos con su familia.

Asimetrías ordenadas

Tras un día en el que en la gran avenida sólo se escucharon a las ramitas de los árboles bailar al son del viento y a ese colorido arco iris que salía de los pulmones de los niños; el tintineo de las tazas y el taconeo apresurado de las medias negras resuenan en la ya no tan pacífica calle. Primer día de la semana. El viento y las ramas se han despedido hasta el domingo siguiente.

Para el resto del mundo el lunes huele a prisa y al humo negro que sale de los peatones con maletín. Para mí huele a bostezo, suena a la señal de mis ojos pidiendo el mismo “mitad” de siempre y sabe al sonido de mis dedos moviendo las aplicaciones del móvil. Toda una experiencia sensorial digna de Estrella Michelín.

En la otra acera hay una pared, dos hombres, una escena: dos vidas.

Armani, a la izquierda, a quien casi ni se le ha caído la etiqueta, luce elegante y distinguido. Envuelve muy delicadamente a la camisa blanca y lisa de Salvatore Ferragamo que en esa pose tan estudiada deja entrever un novísimo Rolex de oro lo justo para no parecer forzado. Brilla con cada movimiento de muñeca pero para eso están sus Ray ban efecto humo.

A la derecha, ya con el cuello amarilleado tras muchos fregados, el conjunto de pantalón y americana de Almacenes Galán no está tan firme ni impoluto pero mantiene el tipo, no obstante, la camisa de Kiabi tampoco le exige mucha presencia ni grandilocuencia. Casio sí que está activo, nunca falla pese al aparente desgaste. Saluda con las lucecitas verdes brillantes que saltan cada hora en punto. Son las 9. Las mira a través de sus ópticos Veracruz.

Los miles de euros invertidos en una sonrisa saludan a todos aquellos que entran a través de la puerta automática de la izquierda. El código secreto de la entrada suena con una campanilla que se antoja más humana que el artificial “buenos días” del maniquí humano.

A  campanillas suena el manojo de llaves que salen del bolsillo derecho del hombre de la derecha cuando alguien quiere entrar al edificio a través de una puerta que chirría ligeramente. Las vacaciones familiares en Galicia que no pudieron ser se asoman blancas y ordenadas entre los labios del hombre. Tiene una sonrisa para cada vecino. Este último no le debe caer muy bien.

Un coche grande, negro, con las lunas tintadas y contornos cromados se para en la frontera de ladrillo que separa el ser del estar bueno. El motor ronronea como un galgo respira antes de una carrera. Se abre la puerta posterior. Se posa en la acera un Manolo Blanik que envuelve una media rosa sedosa y fina.

Ambos se atusan el traje como si de una competición de carreras se tratara. Tres, dos uno ¡ya!

Míster Elegancia mira fijamente el vehículo mientras se abrocha el botón superior de la americana dejando el inferior abierto y así poder mostrar la hebilla Loewe que deja en su sitio los pantalones a medida que quedan rematados por unos Dolce&Gabana. No se acerca a saludar. No, a él le vienen a ver.

Almacenes Galán se mete la camisa y se aprieta un agujero el regalo de navidad de su esposa haciendo que las arrugas del pantalón cuchicheen sobre su delgadez. Se quita el polvo de los hombros mientras va dando pasitos hacia delante observando que en la alfombra roja que él se imagina no haya charcos que enturbiaran a tan insigne visita. Si es que fuera para él.

La mujer de medias rosa, escondida tras un ramo de flores sale del coche despacio. Mira fijamente al hombre, se acerca a él y le pone en las manos las gracias más hermosas que éste ha visto. Él las coge sin merecérselo pero las huele con pasión, vuelve a ser 1962 en casa de la abuela en Jaén. Las Veracruz se empañan. Mis General Ópticos azules también.

Se reproduce otra vez la escena del coche pero al revés. El V8 ruge al irse calle arriba.

Ambos hombres sonríen, uno sintiéndose único y otro porque sabe que alguien le pueden estar mirando.

El presente

Voy por la autopista, la A7, son las 16:32; hacen 27º en el exterior del coche. Voy a 118 km/h. A mi izquierda hay una pradera de cultivo. Paso por una señal; estoy en el kilómetro 193. A 500m. hay una salida para Loja. Sigo en la provincia de Granada. Hace sol. A 300m hay una salida para Loja. El paisaje es llano, de campos de trigo. No hay nubes en el horizonte. Se ve un polígono industrial compuesto por naves dedicadas, parece ser, al ganado. —“Se le ha denegado desde la central”—.

Javier, debes concentrarte en el presente, me digo.

Sigo por la autopista A7. Veo un coche ascendiendo por el carril de aceleración proveniente de Loja. No tengo la radio puesta. El coche es rojo y viejo. Las líneas de la calzada pasan una tras otra. No logro verle la matrícula. —Te darán el crédito y saldremos adelante—. Voy a 116 km/h. Miro por el retrovisor, no viene nadie por el carril izquierdo. Me duele algo la espalda. Tengo algo de calor. Hoy es 18 de Julio. ”—Dadas las condiciones no podemos avalarle”—  

Javier, olvídate, estás aquí y ahora, me insisto.

Mi coche consume actualmente 6,2 l/100km. Pongo el intermitente hacia el lado izquierdo. Me giro por si se me pasara la molestia de la espalda. —Ya verás, podremos respirar tranquilos—. Detrás de los campos, a lo lejos, hay unas montañas bajitas. El sol viene por la derecha. Procedo a cambiarme de carril para dejar que el coche se incorpore a la autopista A7. Las laderas posteriores están cubiertas de cultivo  alineado, verde y frondoso. La molestia perdura. Por el carril contrario circulan tres coches seguidos. El aire me desplaza a la izquierda ligeramente. Uno es gris, otro negro y el tercero rojo. —“Javier, está en una situación muy comprometida”

Javier, ahora no es el momento de pensar en ello, me repito.

Acelero para ponerme otra vez a 120km/h. Respiro hondo. Mis manos están sujetando el volante a las dos menos diez. —»Quizás podremos mandar a los niños de campamento, para que desconecten«—. Hace calor en el interior del coche. Ya he dejado Loja a mi izquierda. Pongo el aire acondicionado. El paisaje es “muy castellano”. El coche rojo acelera detrás mío. Primero pongo la temperatura al mínimo y después articulo la potencia del ventilador. El coche rojo me adelanta. Voy a unas 3.200rpm. Pongo el aire potencia media. —“Tiene 30 días o pasaremos a embargarle su casa”

Javier, recuerda: ahora es ahora, me afirmo.

Noto cómo baja la temperatura. Me rasco la espalda justo en la columna. A lo lejos se ve un camión. Tengo la boca algo seca, respiro por la nariz. Las ruedas del lado izquierdo pasan por un pequeño bache. —»Tengo un presentimiento; mañana te irá genial«—. Cambio de posición las manos: cojo el volante a las ocho y veinte. Paso por debajo de un puente. A la izquierda un árbol solitario da cobijo a un pastor y sus ovejas.  El camión está cada vez más cerca. El coche suena bien. Voy ligeramente cuesta abajo: suelto el acelerador. La montaña del fondo está coronada por una cruz. —“Pruebe a pedirle dinero a un amigo o compañero de trabajo”—.

Javier, no estás ni en el pasado ni en el futuro, me relajo.

Veo un coche que viene detrás muy rápido. Debo limpiar el interior de mi Fiat. El retrovisor está ligeramente mal colocado. Lo ajusto. El coche que se acerca es negro. —»Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos un golpe de suerte«—. Arrastro el dedo índice por el salpicadero. Es un Audi Q7 que irá a 200km/h. Mi dedo deja un ligero surco de polvo. Otro bache. El indicador de temperatura está a 90º. El todo terreno me adelanta a toda velocidad. El asfalto parece nuevo. Paso por un pequeño puente “arroyo de Fuentefría —”Lo perderá todo si no abona el crédito”

Javier, desconecta tu mente, conecta tu cuerpo, me planteo.

El arcén izquierdo es más pequeño que el derecho. El camión está cada vez más cerca. Son las 16:35. Mi coche ha recorrido 109.476 km. hasta hoy. El camión está cada vez más cerca. La espalda ya no me molesta. Voy a 118km/h. A la izquierda hay un rebaño de ovejas pastando. El camión está parado en la autopista. Voy a 118km/h. Aquella nube tiene forma de perro. El camión está parado en la autopista. Noto el frío en el cuerpo. Me queda medio depósito de combustible. El camión está cada vez más cerca. Voy a 118km/h. —»Has fracasado como padre y como hombre»—.

Javier. El camión ocupa casi toda la calzada. ¡ME GRITO!

Voy a 118km/h

El camión ha tenido un accidente.

El camión ocupa casi toda la calzada.

Freno fuerte.

Hay huellas de neumático.

Voy a 90km/h.

El coche se tambalea del frenazo.

Me aprieta el cinturón.

Las manos agarran fuerte el volante a las tres menos cuarto.

El camión está cada vez más cerca.

Freno todavía más fuerte.

El camión ocupa casi toda la calzada.

Escucho mis ruedas soportar la tensión del frenazo.

Voy a 65km/h.

El coche se tambalea.

Hay hueco por la izquierda.

El camión ocupa casi toda la calzada.

Hay restos de cajas por el asfalto.

Hay hueco por la izquierda.

Hay charcos de combustible del camión.

El camión ocupa casi toda la calzada

Voy a 55km/h

El pie derecho aprieta a tope del pedal del freno.

Miro por el retrovisor. No viene nadie

Me aprieta fuerte el cinturón.

Giro el volante a la izquierda 45 grados.

El coche se inclina muchísimo por la inercia.

Hay hueco por la izquierda.

Voy a 40km/h.

Noto la reacción del ABS del coche.

Enderezo para pasar por el hueco o me estrello.

El coche cambia de trayectoria.

Hay charcos de combustible del camión.

El coche se enfila hacia el hueco.

Enderezo para pasar por el hueco o me estrello.

Voy a 35km/h.

El camión ha tenido un accidente.

Paso por el hueco.

El camión ocupa casi toda la calzada.

La autopista está despejada delante mío.

El camión ocupa casi toda la calzada.

Hay hueco por la izquierda.

Suelto el pedal del freno.

Voy a 15 km/h.

He pasado por el hueco.

La autopista está despejada delante mío.

He pasado por el hueco.

Llevo el coche al arcén izquierdo.

Estoy ileso.

He pasado por el hueco.

El coche quedó intacto.

Paro el coche en el arcén izquierdo.

Me quedo quieto.

Respiro hondo.

Me quedo quieto.

Respiro hondo.

Me quedo quieto.

Respiro hondo.

Me inclino sobre el respaldo. Respiro hondo. Tiemblo. Me quito las gafas y me restriego los ojos con las manos. Tiemblo. Respiro hondo. Vienen de frente apresuradamente dos coches de policía con las luces. Situación controlada. Respiro hondo. La autopista está despejada delante mío. Miro hacia todos lados. Respiro más tranquilo. Miro por el retrovisor. El camión ocupa casi toda la calzada. Estoy ileso. El coche intacto. Respiro hondo. Situación controlada. Respiro con más calma. Relajo los brazos. Resoplo. Relajo las piernas. La policía llega al camión. Situación controlada. Relajo más los brazos y las piernas. Respiro más calmado. Situación controlada. Ya no tiemblo.

Cojo el móvil. Escribo:

Cariño prepara a los niños, hoy nos vamos de cena; tengo que contaros la mejor de las noticias.

Breve y eterno

¿No os ha pasado que según quién te cuente una historia, se te puede hacer eterna o pasar muy rápidamente o que la vivas como si estuvieras ahí o que no te afecte para nada?

El estilo de redacción, con frases más largas o más cortas, la presencia de más verbos o más adjetivos cambian radicalmente las sensaciones que el lector recibe. He aquí mi propuesta de cómo una situación se puede vivir de dos maneras distintas.

También creo que he batido mi record a la frase más larga que he escrito.

Ese breve momento que nunca debió existir, pero que duró eternamente

Los jubilosos gritos desesperados de mis compañeros llenos de energía al salir del instituto, el ruidoso tráfico falto de oxígeno circulando rápido por las venas de la ciudad queriendo ir al campo a oxigenarse, los altísimos tonos de los bajos de los altavoces de los discobares de la zona reclamando la atención de la sobria ciudad y las palomas y los perros y los críos y las motos y las viejas quedaron silenciados por unas palabras susurradas que no pude oír, pero que generaron un eco punzante en mi corazón como un cuchillo muy afilado atraviesa la piel sin apenas desgarrarla, como una aguja inyecta veneno en un condenado a muerte, como el papel corta la delicada tez de un chico que sueña con un amor imposible envuelto en pétalos de rosas.

Es viernes por la tarde, salimos de clase y delante mío Juan besa a Laura. Mi Laura. La única Laura del mundo.

Ella salía por la puerta del instituto delante de mí y en la explanada colindante, él se acercó por detrás suyo y, con un ágil movimiento digno tanto de las artes escénicas y como de las marciales, se colocó enfrente de Laura, sonriéndole con el medio labio que no se estaba mordiendo y mirándola fijamente a los ojos con la pasión de mil pura sangres españoles, mientras colocaba sus manos tersamente en la mandíbula de la mujer más maravillosa del mundo, sujetándole delicada pero firmemente en la posición en la que sus bocas se alineaban y, tras decirla lo que en mi imaginación sonaba a «jódete Javier, soy más valiente que tú», se fue acercando lentamente a ella, dejando tiempo para que Laura expulsara el aire inspirado por la sorpresa de su abordaje y se rindiera ante el erotismo de un adolescente madurado al sol y a los puñetazos de la calle, a quien le puso morritos con la mirada escondida en unos ojos cerrados de los que salían arcoíris efervescentes y con unos labios enrojecidos por la sangre de un cuerpo a punto de estallar de la pasión y de la imposible realidad de un encuentro escrito en un diario de una chica cuya boca sólo podían imaginar lo que ahora estaban sintiendo.

Y los jubilosos gritos desesperados de mis compañeros llenos de energía y los coches, las viejas, los perros y mi corazón se quedaron callados, en silencio, dejando que ese momento que nunca debió existir, durara eternamente.

Era su primer beso, lo sabía, porque quería habérselo dado yo, pero no me atrevía.

Él, tras el piquito, que en realidad fue sólo eso, se marchó confiado dedicándole el gesto de “llámame” y yo pude volver a la realidad, donde los jubilosos gritos desesperados de mis compañeros llenos de energía y los coches, las viejas, los perros y mi corazón gritaban de dolor como en una pesadilla demasiado real.

En ese momento empiezo a andar y mi mejor amigo, Luis, se pone delante, me mira, me sonríe, se acerca, me coge la cabeza, me mueve, se acerca más, cierro los ojos, me da un golpe suave en la mandíbula con algo blandito, se aleja, se ríe, noto humedad en mis labios, se ríe más. Espera ¿qué?

-¡¿Qué cojones has hecho tío?! –Le grito.

-Te he dado un besito- dice burlón Luis.

-¡Cabrón, has sido mi primer beso putogringe!- Dije.

-¿Hubieras preferido que fuera Laura?

-¿Laura? ¿Qué Laura? ¿Pero quién coño es Laura?

Y por segunda vez ese día, el tiempo se paró, pero para bien. Entendí perfectamente lo que había hecho Luis.

Veinte años después nos seguimos descojonando de aquel primer (y único) beso que nos dimos y es a nuestras parejas a quien se les hace eterno el tiempo cuando rememoramos esa historia.