Asimetrías ordenadas

Tras un día en el que en la gran avenida sólo se escucharon a las ramitas de los árboles bailar al son del viento y a ese colorido arco iris que salía de los pulmones de los niños; el tintineo de las tazas y el taconeo apresurado de las medias negras resuenan en la ya no tan pacífica calle. Primer día de la semana. El viento y las ramas se han despedido hasta el domingo siguiente.

Para el resto del mundo el lunes huele a prisa y al humo negro que sale de los peatones con maletín. Para mí huele a bostezo, suena a la señal de mis ojos pidiendo el mismo “mitad” de siempre y sabe al sonido de mis dedos moviendo las aplicaciones del móvil. Toda una experiencia sensorial digna de Estrella Michelín.

En la otra acera hay una pared, dos hombres, una escena: dos vidas.

Armani, a la izquierda, a quien casi ni se le ha caído la etiqueta, luce elegante y distinguido. Envuelve muy delicadamente a la camisa blanca y lisa de Salvatore Ferragamo que en esa pose tan estudiada deja entrever un novísimo Rolex de oro lo justo para no parecer forzado. Brilla con cada movimiento de muñeca pero para eso están sus Ray ban efecto humo.

A la derecha, ya con el cuello amarilleado tras muchos fregados, el conjunto de pantalón y americana de Almacenes Galán no está tan firme ni impoluto pero mantiene el tipo, no obstante, la camisa de Kiabi tampoco le exige mucha presencia ni grandilocuencia. Casio sí que está activo, nunca falla pese al aparente desgaste. Saluda con las lucecitas verdes brillantes que saltan cada hora en punto. Son las 9. Las mira a través de sus ópticos Veracruz.

Los miles de euros invertidos en una sonrisa saludan a todos aquellos que entran a través de la puerta automática de la izquierda. El código secreto de la entrada suena con una campanilla que se antoja más humana que el artificial “buenos días” del maniquí humano.

A  campanillas suena el manojo de llaves que salen del bolsillo derecho del hombre de la derecha cuando alguien quiere entrar al edificio a través de una puerta que chirría ligeramente. Las vacaciones familiares en Galicia que no pudieron ser se asoman blancas y ordenadas entre los labios del hombre. Tiene una sonrisa para cada vecino. Este último no le debe caer muy bien.

Un coche grande, negro, con las lunas tintadas y contornos cromados se para en la frontera de ladrillo que separa el ser del estar bueno. El motor ronronea como un galgo respira antes de una carrera. Se abre la puerta posterior. Se posa en la acera un Manolo Blanik que envuelve una media rosa sedosa y fina.

Ambos se atusan el traje como si de una competición de carreras se tratara. Tres, dos uno ¡ya!

Míster Elegancia mira fijamente el vehículo mientras se abrocha el botón superior de la americana dejando el inferior abierto y así poder mostrar la hebilla Loewe que deja en su sitio los pantalones a medida que quedan rematados por unos Dolce&Gabana. No se acerca a saludar. No, a él le vienen a ver.

Almacenes Galán se mete la camisa y se aprieta un agujero el regalo de navidad de su esposa haciendo que las arrugas del pantalón cuchicheen sobre su delgadez. Se quita el polvo de los hombros mientras va dando pasitos hacia delante observando que en la alfombra roja que él se imagina no haya charcos que enturbiaran a tan insigne visita. Si es que fuera para él.

La mujer de medias rosa, escondida tras un ramo de flores sale del coche despacio. Mira fijamente al hombre, se acerca a él y le pone en las manos las gracias más hermosas que éste ha visto. Él las coge sin merecérselo pero las huele con pasión, vuelve a ser 1962 en casa de la abuela en Jaén. Las Veracruz se empañan. Mis General Ópticos azules también.

Se reproduce otra vez la escena del coche pero al revés. El V8 ruge al irse calle arriba.

Ambos hombres sonríen, uno sintiéndose único y otro porque sabe que alguien le pueden estar mirando.

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