El hombre de la barba deshilachada

Otro día más, el solitario hombre de barba deshilachada de la cabaña del bosque intenta prepararse la cena sobre la chimenea. En aquel lejano y lóbrego lugar nunca hacía calor y la humedad era tal que prender un fuego resultaba casi imposible. Empezaba a perder la paciencia cuando, de repente, en la lluviosa y oscura noche, escucha que alguien da tres golpecitos a la puerta. Se acerca, gira el picaporte, abre y afuera ve a un pequeño tembloroso niño, con aspecto cuidado pero empapado y morado de frío, que se asusta al ver su barba deshilachada y sus ropajes viejos. 

-¿Qué quieres?- dijo muy serio el hombre. 

-Estoy perdido y está cayendo la noche ¿puedo pasar?

-Si tú no medas nada, yo no te doy nada, es la ley del bosque. 

-Es verdad. No tengo nada, pero sólo pido que deje que me resguarde dentro. Me quedaré en un rincón en silencio hasta que vuelva la luz y pueda encontrar el camino a mi casa

El hombre de barba deshilachada, muy serio, sin decir una la palabra, le señala la más sombría de las esquinas de la cabaña. El niño entra y se queda sentado en un rincón sin hablar, como había prometido. 

El hombre vuelve a intentar avivar el fuego, casi apagado, para hacerse una sopa. Tiembla de frío. 

-Gracias- se oye tímidamente al fondo. 

-¿Cómo has dicho? -Preguntó muy serio el hombre. 

-Nada, señor, sólo le daba las gracias por dejarme pasar. 

El fuego, de repente, se aviva llenando de luz y calor la cabaña. 

Con la intensidad de la lumbre, la sopa se fue cociendo y el olor alimentaba toda la choza. El hombre de barba deshilachada se sirve un poco y empieza a comer. Al acabar se va a servir más, pero al mira al niño, algo le hace cambiar de opinión.

–Toma un poco, estarás helado- Le dice.

–No puedo aceptarlo, no tengo con qué pagarte –responde el chico. 

Aun así, le da el plato. En ese momento el hombre sintió algo raro, como si lo que se llenara de luz y calor fuera, esta vez, su corazón. 

Pasan los minutos en silencio. Ya es de noche cerrada y el hombre se va a acostar, pero antes quita de su fría y húmeda cama una de las viejas mantas y se las pone por encima al chico, que yace acurrucado en el rincón, dormido. Al volver, como si fuera un milagro, su cama está seca y caliente, como antes de que las tinieblas invadiesen al bosque. 

A la mañana siguiente, el hombre se despierta de un profundo y reconfortante sueño. Pese a que llueve a mares, el niño ya se había ido. Se atusa la barba para ir al pueblo. De camino, se encuentra con un anciano que llevaba una pesada carga de leche sobre sus hombros. Sin decir nada, le coge algunas botellas y se las carga él. 

-No lo hagas, -le reprocha-, no tengo nada con qué pagarte.

El hombre ni lo mira y de repente deja de llover y las nubes se vuelven menos grises. Ambos sonríen mirando al cielo y emprenden camino al pueblo. 

El anciano, al llegar, ve a un vecino que no tiene qué desayunar y le da una garrafa. Aquel pobre hombre lo rechaza porque no tiene con qué pagarle, pero el anciano insiste. De repente, por primera vez en muchos años, un rayo de luz del sol se deja ver en el pueblo, el vecino se aleja contento y de repente los pájaros cantan y al rato el olor a hierba mojada impregna el aire y poco a poco la luz vuelve al lugar. 

Hace ya mucho tiempo desde que aquel niño llegara a la casa del hombre del bosque y ya apenas queda nadie que recuerde que el pueblo era un lugar sombrío y tenebroso en el que no había compasión. Nadie, excepto aquel hombre de barba deshilachada, que desde entonces, siempre hace cena para dos y tiene una cama preparada para cualquiera que necesite resguardarse en del frío. 

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